Son horas para vaciar los bolsillos, para jugarse las últimas sonrisas. Las más honestas. Las silentes. Las que se alborotan en la timidez del primer beso. Son horas para dormir sin ropa, sin cobardía, sin remordimientos de poliuretano o madrugada. Son horas para rescatar los amores últimos o los primeros. Son horas para hablar de negocios transoceánicos; mientras se rompen los documentos legales, se queman los pasaportes, se rompen las firmas, se destiñen los acuerdos fatales.
Son horas para descansar del ruido. Amontonar la dicha. Peinarse los miedos. Estrangular la simpatía y vestirse de gris, gris metálico. Gris Coltrane, gris Holliday. Gris Davis, gris Getz, gris fonema. Gris cielo.
Yo mientras me paseo cómo un estandarte; con la filosofía bien lustrada, la verborrea camuflajada y los anteojos de lectura fina en la solapa del saco; guardados con doble llave. Camino por allí, por acá, por todas partes. Voy manoseando las faldas de la monotonía y bajándole las bragas a la recurrencia. Voy tirando de la tristeza cómo quien tira una piedra al centro de un infinito ciego, mientras desaguo la melancolía en pozos de agua tibia, tan tibia cómo una sábana compartida. O cómo una mentira sobre el ataúd de las ganas.
Hipnotizo al olvido en miligramos de música ligera, tan ligera cómo los comerciales de moda. Me abstengo de elocuencias toscas y premeditadas; prefiero la timidez del ciego que lo mira todo, la espontaneidad del player que se lo juega todo. Me paseo cómo un sonámbulo que bien sabe lo que quiere; escondo la curiosidad del gato, asesino con la perspicacia del perro. Beso los labios de la felicidad, contando uno a uno los lloriqueos del gallo; me mantengo alerta de las Femmes Fatale, me mantengo alerta de los Policías Cowboy.
Detesto las reciprocidades con desgana, el olor a plástico quemado, el sonido que dejan los fanfarrones en las fiestas de cumpleaños. Amo por contrario, las mañanas con Simone, los vinos compartidos, la lluvia de París sin aguacero. Me alucinan las baladas para piano, los cuerpos apretados, los finísimos tacones rondando por los bares. Me alucinan las mujeres con astucia, con honestidad. Me alucinan las mujeres con delicia.
Esas que llueven poesía, esas que no se desgastan con la lluvia.
Son horas para descansar del ruido. Amontonar la dicha. Peinarse los miedos. Estrangular la simpatía y vestirse de gris, gris metálico. Gris Coltrane, gris Holliday. Gris Davis, gris Getz, gris fonema. Gris cielo.
Yo mientras me paseo cómo un estandarte; con la filosofía bien lustrada, la verborrea camuflajada y los anteojos de lectura fina en la solapa del saco; guardados con doble llave. Camino por allí, por acá, por todas partes. Voy manoseando las faldas de la monotonía y bajándole las bragas a la recurrencia. Voy tirando de la tristeza cómo quien tira una piedra al centro de un infinito ciego, mientras desaguo la melancolía en pozos de agua tibia, tan tibia cómo una sábana compartida. O cómo una mentira sobre el ataúd de las ganas.
Hipnotizo al olvido en miligramos de música ligera, tan ligera cómo los comerciales de moda. Me abstengo de elocuencias toscas y premeditadas; prefiero la timidez del ciego que lo mira todo, la espontaneidad del player que se lo juega todo. Me paseo cómo un sonámbulo que bien sabe lo que quiere; escondo la curiosidad del gato, asesino con la perspicacia del perro. Beso los labios de la felicidad, contando uno a uno los lloriqueos del gallo; me mantengo alerta de las Femmes Fatale, me mantengo alerta de los Policías Cowboy.
Detesto las reciprocidades con desgana, el olor a plástico quemado, el sonido que dejan los fanfarrones en las fiestas de cumpleaños. Amo por contrario, las mañanas con Simone, los vinos compartidos, la lluvia de París sin aguacero. Me alucinan las baladas para piano, los cuerpos apretados, los finísimos tacones rondando por los bares. Me alucinan las mujeres con astucia, con honestidad. Me alucinan las mujeres con delicia.
Esas que llueven poesía, esas que no se desgastan con la lluvia.