jueves, 21 de septiembre de 2006

III (apologĭa)

Y ellas, más hermosas que nunca; se estiraban, se contoneaban. Desplegaban sus húmedas cabelleras al viento, abrían sus garras acariciando la roca. Ya no pretendían seducir, tan sólo querían atrapar por un momento más el fulgor de los grandes ojos de... (El Silencio De Las Sirenas, Franz Kafka)


A R.,





Quisiera tener el lenguaje
para llegar a tu lengua madre, padre o viceversa.

Pero ésta mi crucial alegría o tristeza,
no es omnipresente ni mucho menos docta
para lograr entender esos diluvios tuyos,
ese arrebato en pleno éxtasis sobre estas mis míseras e insípidas maneras.


Quisiera poseer la lingüística
de los eruditos sin causa o la de los analfabetos.

Para construir una Muralla China
o una Pirámide estéreo o un Partenón salvaje,
pero estos mis manojos de instantes no me dejan
entender que somos sólo símbolos y puras monotonías tristes.


Quisiera tener una límpida semántica
que no te duela, para que no te dañe, para que no nos duela.

Pero hay una autopista esdrújula y tosca
de dioses por guardar y otras verdades y calamidades
que no nos dejan en silencio andar, sin contratiempos
como es debido, como se debe, como la vida manda.


Y así, yo pueda sostener una mirada tuya
y en mi bolsillo guardarla, como un divino amuleto.

Como una promesa sacra, como un refugio solemne
sin absolutismos ni estrategias formales de por medio.