Su equipaje de viaje era una pinza para forjar alambres, una libreta con dibujitos de payasos y lunas tristes, una mirada capciosa y trepidante, una trompeta de segunda mano y un encantador iPod color neoblue con un sticker de Miles Davis al reverso. Yo por mi parte, resguardaba unos celosos versos mal escritos en un cuadernito de notas marca no me tientes, una longeva billetera con dolaritos doblados en el vagón de la emergencia, una camisita de diseño con dos o tres buenos recuerdos impresos, una sonrisa melómana, un pulóver negro a lo John Coltrane y una condescendencia irrisoria a punto de estallar en fugaces conversaciones de trago multimedia, hummus, pita, cerveza o papalina.
Ella sonrió, con su ademán fino y europeo del este. Yo no pude más que reaccionar con mi gastado charm de barbita hippieadolescente. Ella se levantó del sofá reclinable y yo me acomodé en mi sillita de bambú fluorescente. Ella colocó su tinto vino en la colorida mesa. Yo acomodé mi pálida cerveza en la trivial barra. La vi levantarse y pude observar su sol-tatuaje en el centro de la espalda. Luego la vi cruzar el salón donde unos ergonómicos y cosmopolitas pies descalzos se erigían y danzaban entre la ruidosa fiesta colectiva del éxtasis, me sentí extraño. Ajeno. Quizás por mi atuendo tan elitista circunstancial y morralito añejadamente no tan capitalino. Pero en fin, ni la música ni el pueblo me convertían en un extraño. En todo caso, era un personaje más, perdido y descarrilado en la crucial parranda de la hora pico. Vaya semana, santa semana. Y yo a la espera, de otro abril que me cambiara de nuevo el rumbo. Otra muerte anunciada. Otra ruleta rusa o alemana. Otra resurrección al tercer día.
La vi acercarse, al fin, con ese ritmo puntual armado de múltiples caderas asesinas y pantorrillas fulminantes de viajera insólita. Llegó a mí, veloz y armoniosa, sin apartar nunca sus tibios y ezquizoidales ojos acuáticos de mi rota melena enjabonada por el manantial del ocio. Me dejé asesinar a la primera, sin dudarlo. El olor a "hierbabuena quemándose" era evidente en su atuendo y no quedó más remedio que dejarme envolver en su sagaz marea de voodoos rastafari. La esperé desde mi lúgubre costa de arenas mulatas que se empecinaba en mutilar el cigarrito y asegurar su espacio en la primera fila del corazón dispuesto. Ella se aparcó allí, silente y músical, cómo un navío proveniente de la insolencia del naufragio. Extraviada sirena, nube cuántica convirtiéndose en agua.
Se colocó frente a mí, inevitable, mientras estallaba un bajo eléctrico de Easy Star All-Stars covereando a Radiohead. Sin más preámbulo transitorio y exquisitez mundana, me acarició la perplejita barba y me dijo, con ese acento hispalatintravelady recién aprendido de mujer que dice lo que no teme:
–Me gustás... eres músico, seguro.
Sonreí. Sonrió. Una marea de abrazos me recorrió la curtida y transitoria piel al escuchar su oclusiva suposición. Ella volvió a sonreír, indagando en los rulos de mi pelo la respuesta a su ninguna probable pregunta. Le acaricié una de sus prominentes rastas, ella cerró los ojos y sin guardar más misterios, contesté:
–No, no soy músico... pero tengo una canción de Fela Kuti en la cabeza que podemos utilizar de colchón.
Ella sonrió, con su ademán fino y europeo del este. Yo no pude más que reaccionar con mi gastado charm de barbita hippieadolescente. Ella se levantó del sofá reclinable y yo me acomodé en mi sillita de bambú fluorescente. Ella colocó su tinto vino en la colorida mesa. Yo acomodé mi pálida cerveza en la trivial barra. La vi levantarse y pude observar su sol-tatuaje en el centro de la espalda. Luego la vi cruzar el salón donde unos ergonómicos y cosmopolitas pies descalzos se erigían y danzaban entre la ruidosa fiesta colectiva del éxtasis, me sentí extraño. Ajeno. Quizás por mi atuendo tan elitista circunstancial y morralito añejadamente no tan capitalino. Pero en fin, ni la música ni el pueblo me convertían en un extraño. En todo caso, era un personaje más, perdido y descarrilado en la crucial parranda de la hora pico. Vaya semana, santa semana. Y yo a la espera, de otro abril que me cambiara de nuevo el rumbo. Otra muerte anunciada. Otra ruleta rusa o alemana. Otra resurrección al tercer día.
La vi acercarse, al fin, con ese ritmo puntual armado de múltiples caderas asesinas y pantorrillas fulminantes de viajera insólita. Llegó a mí, veloz y armoniosa, sin apartar nunca sus tibios y ezquizoidales ojos acuáticos de mi rota melena enjabonada por el manantial del ocio. Me dejé asesinar a la primera, sin dudarlo. El olor a "hierbabuena quemándose" era evidente en su atuendo y no quedó más remedio que dejarme envolver en su sagaz marea de voodoos rastafari. La esperé desde mi lúgubre costa de arenas mulatas que se empecinaba en mutilar el cigarrito y asegurar su espacio en la primera fila del corazón dispuesto. Ella se aparcó allí, silente y músical, cómo un navío proveniente de la insolencia del naufragio. Extraviada sirena, nube cuántica convirtiéndose en agua.
Se colocó frente a mí, inevitable, mientras estallaba un bajo eléctrico de Easy Star All-Stars covereando a Radiohead. Sin más preámbulo transitorio y exquisitez mundana, me acarició la perplejita barba y me dijo, con ese acento hispalatintravelady recién aprendido de mujer que dice lo que no teme:
–Me gustás... eres músico, seguro.
Sonreí. Sonrió. Una marea de abrazos me recorrió la curtida y transitoria piel al escuchar su oclusiva suposición. Ella volvió a sonreír, indagando en los rulos de mi pelo la respuesta a su ninguna probable pregunta. Le acaricié una de sus prominentes rastas, ella cerró los ojos y sin guardar más misterios, contesté:
–No, no soy músico... pero tengo una canción de Fela Kuti en la cabeza que podemos utilizar de colchón.