Lllevabas prisa, lo sé. Cruzaste la calle sin dirigirme una sola mirada. Luego entraste a un bar y cerraste de un tumbo la puerta; cómo quien cierra la boca de un muerto para prescindir de ésas lúgubres palabras; todas toscas, macabras, umbrosas. Te esperé 30 minutos, saliste. Encendiste un cigarro, te acomodaste la bufanda de lana, soltaste una nube de nicotina en el aire. Guardaste unos papeles en el pulóver, te arreglaste el sombrero y rápidamente te dirigiste a mí sin decir palabra. Caminamos largas horas por la Calle de Los Nazarenos y de La Merced. Llegamos a un parque, no recuerdo bien. La fría ventisca era agradable. La tenue luz profería un lenguaje gótico, bizarro; la noche parecía etérea. Encendimos múltiples cigarros. Conversamos acerca de Keats y la construcción sensual del lenguaje. Construimos una nueva teoría acerca del proceso alucinatorio del Absenta en estados vulnerables al dolor. Mencionamos a Lynch y a uno que otro manifiesto Punk de los setenta. Nos palpamos las manos, abrimos una botella de vino, nos contamos idénticamente los lunares del brazo. Hicimos volutas de humo. Baudelaire nos despertó cierta curiosidad por ir a una de esas discotecas Neo-Goth. Caminamos, fumamos, no bailamos. Y cuando la madrugada hizo su aparición, nos vimos inmediatamente a los ojos (tal cuales gemelos en éxtasis); mientras ambos fumábamos del mismo cigarro la Verdad Absoluta del Ser. Nos dijimos las mismas idénticas palabras con los mismos idénticos gestos. Luego tu levantaste una piedra del suelo que al mismo momento yo me inclinaba a dejar en el suelo. Dijiste adiós, dije adiós. Desapareciste cómo una solución matemática en medio de un millón de algoritmos en el mar. Yo desaparecí cómo una estrella fugaz en medio de una infinita composición de adjetivos en el aire. El triste y dual hechizo (a ésas horas de la madrugada) se consumió como canción Post-Punk. La luna, cómo un testigo suspicaz, bailó lujuriosa sobre un silencioso e infinito ceremonial.