Él, poco a poco, conforme la noche se fue levantando a la intemperie insomne e inconclusa; fue abriéndose espacio entre su pecho taciturno, al punto que sus horas terminaron por convertirse en sístoles y diástoles sobre el corazoncito femenino, pálido y anacrónico. Ella, que temía ser atrapada por su masculina, sensual y torpe poesía; le miró a los ojos fijamente y, sin quebrarse la sutil nocturna voz le dijo clarividente dos veces:
–Soy tuya, soy tuya... por esta vez siempre tuya –mientras volteaba sagazmente con la mano izquierda, el reloj de arena colocado sobre la mesita de noche de la fría habitación del motel. Con la mano derecha, lo fue hundiendo en su pecho poco a poco; hasta que sólo quedaron las migajas de tosca piel revolviéndose con la roja sangre. Amortiguador.
La calle, se detuvo afuera en un singular silencio. El sol, inevitable al poco tiempo surgió. Un perro, se meó en una acera. Sucia y facinante. La soledad, nunca volvió a ser la misma.
–Soy tuya, soy tuya... por esta vez siempre tuya –mientras volteaba sagazmente con la mano izquierda, el reloj de arena colocado sobre la mesita de noche de la fría habitación del motel. Con la mano derecha, lo fue hundiendo en su pecho poco a poco; hasta que sólo quedaron las migajas de tosca piel revolviéndose con la roja sangre. Amortiguador.
La calle, se detuvo afuera en un singular silencio. El sol, inevitable al poco tiempo surgió. Un perro, se meó en una acera. Sucia y facinante. La soledad, nunca volvió a ser la misma.