Termina un año, una posibilidad, una prueba de que estamos vivos y nos habitan los ciclos naturales de la vida... o la muerte.
Termina un año, y con él, sus símbolos y metáforas más hermosas -poderosas- nos llenan de sonrisas tibias y frío olvido. Sus páginas han sido vaciadas de inocencia. Han sido llenadas de tinta indeleble y, todo lo escrito, ya es un fuego vivo de otra hoguera que se quema de a poquitos hasta desvanecerse.
Termina otro año y se abre una nueva puerta o ventana, un nuevo bosque de posibilidades se vislumbra como un regalo y una nueva dosis de orgasmos nos espera a la vuelta con su fulgor de tempestades que enamoran.
Se abren nuevos ritos y cielos y canciones. Los adioses que dijimos fueron necesarios con sus felicidades y tristezas de despedida. Cenizas insípidas de un maremoto que ahogó el verano. Las bienvenidas son ahora nuestro credo, nuestro mantra, nuestra primavera.
Aprendemos a decir adiós porque las bienvenidas son inevitables y especiales y sagradas. En ellas habitan los sueños, la esperanza, la página en blanco, el manojo de palabras nuevas, la furia, la feria, la emoción, las pieles nuevas, los besos, los retos, los anhelos, la ternura. Ese es el rito sagrado de los comienzos.
Para este rito del "ahora", respiramos y perfeccionamos el arte del recuerdo y el olvido. En su esencia se regocija toda nuestra existencia. Por eso celebrar es obedecer al ímpetu de su fuerza.
Que su 2018 esté lleno de solo belleza, mágicos comienzos y mucha ternura.
Nos vemos a la vuelta. En el camino.