no es para quedarnos en casa que hacemos una casa
no es para quedarnos en el amor que amamos
y no morimos para morir
tenemos sed y paciencias de animal
(Juan Gelman)
no es para quedarnos en el amor que amamos
y no morimos para morir
tenemos sed y paciencias de animal
(Juan Gelman)
Lo imponente no fue despertar con tu aliento sobre mi pecho. Ni mucho menos acariciar tu soledad con mis tibias manos. Lo solemne no fue abrazar tu incertidumbre por debajo de la fría niebla. Ni mucho menos que al abrir los ojos, buscaras mi silente mirada entre la oscuridad del cuarto.
Lo fascinante no fue que al amanecer, el frío nos colmara de necesidades torpes. Ni tampoco fue fascinante, incluso, que me dijeras susurrando al oído: "No pienso soltarte hasta que se me cansen los brazos". Lo magnífico no fue que me sorprendiera contando historias de anécdotas pasadas y arbitrarias; ni tampoco que me escucharas con tanto empeño después del evidente cansancio. Lo extraordinario no fue que al rozarnos los pies, el mundo se desvaneciera o se viniera abajo. Ni mucho menos que al acariciar tu curvilínea espalda, sollozaras paralelos universos.
Lo grandioso no fue que me entregaras tu templanza a esas tempranas horas de la mañana; ni mucho menos que yo estuviera del todo despierto para advertir tal concluyente hazaña. Lo grandioso no fue que no nos importara el tiempo, el humor, el adherente sudor, los testigos pares, las mutuas responsabilidades. Ni mucho menos que al recostarme sobre tu almohada, algo de tí se quedara enredado en mi colmena de grises pensamientos.
Lo impresionante no fue que me esparcieras un manojo de besos en el cuello para calmar los devastadores fríos del invierno. Ni tampoco que al decir yo tu nombre, tú iluminaras los rincones más oscuros de mi silencio. Lo impresionante no fue que al sentir tus pequeñas manos sobre mi pequeño cuerpo, algo grande se construyera sobre la minuciosidad del desconsuelo. Lo impresionante no fue besarte y sentir ese típico y urgente cosquilleo debajo del vientre; ni mucho menos que al estacionarme sobre el rincón de tus recuerdos, algo se desprendiera en mí al igual que se desprenden las hojas de los mulatos y tristes árboles de otoño. Lo impresionante no fue que nos idolatráramos los mutuos tatuajes de la espalda; ni mucho menos que dejáramos con tinta epidérmica, nuevos poemas tatuados sobre la piel aún tibia.
Lo prodigioso no fue, en todo caso, escuchar el piano de Evans o Monk al momento de dormirte en mis ansiosos brazos. Ni mucho menos sentir lo punzante de Parker o Coltrane, justo al momento del roce continuo de los sexos.
Lo sorprendente no fue sucumbir ante tu verbal encanto; ni mucho menos escucharme decir palabras que nunca antes había insinuado con mis cautelosos labios. Lo sorprendente fue, quizás (ahora que lo pienso); salirme de la cama, cepillarme la melena, no verme en el espejo, pensar en Las Malvinas o Inglaterra. Colocarme los pijamas, anhelar hablar de música Ochentera, desear jugar Scrabble en la cama, querer reñir Lacan sin intermedios, ansiar Septiembres a final de Mayo.
Y sobre todo, lo más sorprendente fue fumarme un cigarro y regalarte todo mi universo en un tremendo beso aún sabiendo; que no tengo nada nuevo. Nada nuevo para regalarte.
Lo fascinante no fue que al amanecer, el frío nos colmara de necesidades torpes. Ni tampoco fue fascinante, incluso, que me dijeras susurrando al oído: "No pienso soltarte hasta que se me cansen los brazos". Lo magnífico no fue que me sorprendiera contando historias de anécdotas pasadas y arbitrarias; ni tampoco que me escucharas con tanto empeño después del evidente cansancio. Lo extraordinario no fue que al rozarnos los pies, el mundo se desvaneciera o se viniera abajo. Ni mucho menos que al acariciar tu curvilínea espalda, sollozaras paralelos universos.
Lo grandioso no fue que me entregaras tu templanza a esas tempranas horas de la mañana; ni mucho menos que yo estuviera del todo despierto para advertir tal concluyente hazaña. Lo grandioso no fue que no nos importara el tiempo, el humor, el adherente sudor, los testigos pares, las mutuas responsabilidades. Ni mucho menos que al recostarme sobre tu almohada, algo de tí se quedara enredado en mi colmena de grises pensamientos.
Lo impresionante no fue que me esparcieras un manojo de besos en el cuello para calmar los devastadores fríos del invierno. Ni tampoco que al decir yo tu nombre, tú iluminaras los rincones más oscuros de mi silencio. Lo impresionante no fue que al sentir tus pequeñas manos sobre mi pequeño cuerpo, algo grande se construyera sobre la minuciosidad del desconsuelo. Lo impresionante no fue besarte y sentir ese típico y urgente cosquilleo debajo del vientre; ni mucho menos que al estacionarme sobre el rincón de tus recuerdos, algo se desprendiera en mí al igual que se desprenden las hojas de los mulatos y tristes árboles de otoño. Lo impresionante no fue que nos idolatráramos los mutuos tatuajes de la espalda; ni mucho menos que dejáramos con tinta epidérmica, nuevos poemas tatuados sobre la piel aún tibia.
Lo prodigioso no fue, en todo caso, escuchar el piano de Evans o Monk al momento de dormirte en mis ansiosos brazos. Ni mucho menos sentir lo punzante de Parker o Coltrane, justo al momento del roce continuo de los sexos.
Lo sorprendente no fue sucumbir ante tu verbal encanto; ni mucho menos escucharme decir palabras que nunca antes había insinuado con mis cautelosos labios. Lo sorprendente fue, quizás (ahora que lo pienso); salirme de la cama, cepillarme la melena, no verme en el espejo, pensar en Las Malvinas o Inglaterra. Colocarme los pijamas, anhelar hablar de música Ochentera, desear jugar Scrabble en la cama, querer reñir Lacan sin intermedios, ansiar Septiembres a final de Mayo.
Y sobre todo, lo más sorprendente fue fumarme un cigarro y regalarte todo mi universo en un tremendo beso aún sabiendo; que no tengo nada nuevo. Nada nuevo para regalarte.