viernes, 26 de mayo de 2017

UN AVE FÉNIX con muchas canas

"My heart is a thousand years old. I am not like other people".
Charles Bukowski




A Javier y Alejandro.
A Michi, mi hermana.




Estamos en la edad
en la que a los amigos
se les empiezan a morir sus padres,
esa edad en que las canas
tienen más fuego y maña
que el Diablo y Dios juntos.
Esa edad en la que nuestro amor, sin rencor ni rabia,
se queda fumando a solas toda una tarde, sin amores.
Esa edad en la que pasamos
por tiendas de mascotas
o por plazas donde regalan cuervos,
y nos quedamos mirando a sus ojos,
profundamente desolados y con ganas
de salir corriendo a una playa luminosa.

Estamos irremediablemente acá,
pero también estamos en otra parte
bebiendo frías toneladas de cerveza.

Hay un flujo de melancolía en los días
que es arrastrado por una ventisca
en cada triste objeto que miramos,
en cada sexo que lamemos tiernamente,
en cada música que suena temblorosa y lejana
desde el estéreo que ya está harto de nosotros.
Hay veces que queremos sentarnos a beber
por horas el silencio de estar vivos.
Otras veces queremos incendiar las horas
con todo el autismo de los excesos,
demoliendo bares, moteles,
bajando sutilmente calzoncitos
y recopilando drogas de diseño.

También queremos cambiar conductas,
recorrer praderas verdes y hacer ejercicio,
dejar marcas en el camino vuelta-a-casa y,
surcar estrellas fugaces con el dedo
mientras contemplamos tibios amaneceres
desde una terraza, un abrazo o un club nocturno.
A veces pensamos que en verdad hay alguien
del otro lado del continente
esperando por nuestro encuentro
con los brazos abiertos y aún jóvenes.
Otras veces tenemos sed
de mandarlo todo a la mierda,
y no es precisamente una sed de cerveza y cocteles preparados.
Es más bien un desierto contenido en el nudo de la garganta,
un convulsa ruina deshidratada y llena de mariposas blancas.

Hay territorios de la memoria
que están minados, destruidos
con rótulos que dicen "prohibido el paso"
o con luces de ambulancia
donde murió algún recuerdo
luego de un golpe fatalista
o una encrucijada atómica.

Esos rincones están vedados,
y forman parte de un exilio forzoso
que nos llevó a geografías insólitas e inauditas
donde recorrimos cuerpos y caminamos pasillos
que conducían a otros cuerpos
con avenidas y vías ferroviarias.
Algunos de esos rincones son solo ruinas.
Como si un laboratorio de metanfetamina
haya explotado muy cerca nuestro,
creando una fría nebulosa de vacíos
y una arritmia incontrolable de luces pirotécnicas
que horas después, fueron cobija para otros cuerpos.


Así, después de todo,
vimos resurgir la magia desde los escombros.
Un Fénix resucitado desde el final de todos los adioses
nos despertó un domingo al medio día
con ganas de salir a caminar y comer un helado de fresa.
Afuera llovía pero nos importó muy poco.
Llenamos de libros el costal de los fonemas
y salimos a buscar la sal de todos los mares.


Por estamos en la edad
en la que despedirse es de valientes,
en la que despertar al lado de una colmena de dudas
puede significar la evidencia de que un poema existe
detrás de cada orgía de tristezas,
detrás de cada planetario de tazas de café y malos entendidos.
Una edad en la que recomenzar es necesario,
donde un piano arrastre a cuestas
todos nuestros símbolos oscuros.

Una edad en la que un abrazo ya no es sólo un abrazo.
Una edad en la que escuchar música a solas es mejor
que entristecerse gimiendo en multitudes.
Una edad sagrada y perenne, indestructible.
Donde los huesos arden como puros de marihuana
en una fiesta a la que no nos invitaron pero fuimos.

Una edad en la que escribir sobre la edad,
resulte verdaderamente ruin e innecesario
como aquel poema de Bukowski que tanto nos gusta y abrazamos.

Una edad, sí, con todos los miedos y glorias del planeta.