miércoles, 31 de agosto de 2016

ESPERÉ y esperé y esperé

Hablé de vos, de mis ansias...
Gustavo Cerati




Esperé tu risa
y tu falda con ganas.
Esperé y esperé y esperé.

Primero llegaron
las carcajadas suculentas de mis amigas
con sus tatuajes punk, sus pearcings ingenuos
y sus efímeras promesas de zapatillas deportivas.

Fuimos felices, sí,
pero siempre me veían triste
porque en el fondo seguía esperando tu tsunami devastador y luminario.


Así que después de un rato
de promesas fallidas y orgasmos múltiples
me fui aburriendo, abatido y desesperado. Ellas también.


Yo te seguí esperando y esperando.
Ansioso. Daba vueltas por la calle y nada.
Nunca llegaste, nunca atravesaste el umbral.

Yo escuchaba canciones de Foals y The National,
me embadurnaba con poemas alados de Pound o Pessoa,
y te seguía esperando en mi nido de nicotinas, libros y abrazos.

No pasó nada.
Me aburrí, pataleé, aprendí a perder.
La noche incendió belleza en mis ojos y tristeza en mi corazón translúcido.


Así pasaron los meses,
me destruí en el anonimato de lo impávido
y en cigarros tristes a las tres o cuatro de la mañana.

Un día de tantos salí a bailar,
ya con la esperanza desubicada
y con los pies más inquietos que una brújula en écstasi o dmt.

Bailé por horas. Solo.
Sentí la rabia y la intensidad de Xibalbá en el pecho.
Bailé como bailan los dioses en su ocaso más espeso.
Me sentí tremendo y vasto. Por fin feliz.


Apareciste,
después de las tormentas sórdidas del tiempo
y la melancolía agrietada de sabernos siempre rotos,
desequilibrados y vagabundos. Hechos añicos por dentro.

Apareciste, sí,
después que te esperé y esperé y esperé.
Me diste tu mejor sonrisa, intentaste abrazarme y no sentí nada.


Sonaba Fela Kuti o Antibalas.
Y no pude sentir más que ternura y arritmia
en el corazón de todos mis símbolos oscuros.


Me largué.
Te dejé hablando sola.
Pero por primera vez fui libre.
Triste y libre. Libre de tu llegada y mi espera.


Estaba roto, muy roto.
Esa madrugada tomé harto vodka y gin,
porque no esperaba más nada de la brisa etérea
que te dan los árboles al respirar despierto en invierno.

Ya no esperaba nada.
Nada más que un símbolo de paz
y esa certeza que sentís al abrazarte solo con los brazos temblorosos.


Pedí un taxi,
sentado y tembloroso en la acera,
y no esperaba más nada que mi taxi.


Pero también esperaba,
seguir mi caminito de piedras o estrellas.
Y lograr que mis pasos inquietos
me llevaran a casa con precaución.