martes, 27 de junio de 2017

PIANO, LLUVIA y soledad

Alguna vez
fui un gran poeta.
Prometedor, en todo caso.

Escribía más o menos bien
y me invitaban
a ferias de libros
o a festivales literarios
donde leía por largas horas
mis escuetos poemas
impresos en libros de bolsillo
que jóvenes y jovencitas
compraban con el dinero
que les daban sus padres
para comprar un suéter de moda
o salir al cine con los amigos el fin de semana.


Alguna vez
fui un gran amante
de Los Cantos de Maldoror
o la Rayuela de Cortázar,
y me embriagué,
con una de esas jovencitas tristes
que se enamoraban leyendo mis poemas luminosos
en plazas donde alguna vez manifesté contra la minería.

Ella era delgada, hermosa y titubeante.

Su sonrisa era un fulgor extremo
surcado por labios anchos y rojos
que apretaban con delicia
todo lo que se acercara a su boca.
Sus ojos tenían el peso de las mil y una noches,
su cintura era una catapulta al deseo
que te enviaba ida y vuelta a la Antigua Roma.
Sus piernas eran largas y firmes,
como sus nalgas dos maremotos redondos.

Todo en ella era poesía
y su saliva fue pretexto
para escribir una novela
que tiempo después destruí
intentando salvar un disco duro
a finales de un mes que nunca olvido.


Alguna vez le dije
que podría vivir con ella
y verla descubrir un capítulo nuevo
de algún libro de Roberto Bolaño...
Recuerdo que le gustaban Bolaño, Murakami y Sábato.
También se derretía como lisérgico
escuchando el Revolver de The Beatles.

Alguna vez
nos prometimos hacer un viaje al Caribe
y olvidarnos de la resaca que dejan los amores tardíos
e incompletos
tachados por el vaho estúpido de los fríos calendarios.

Nunca hicimos ese viaje,
pero fue lindo soñarnos juntando caracolas
y tomando margaritas hasta la hora en que la marea duerme.


Nuestro primer encuentro fue en un hotel viejo
donde yo estaba hospedado unos días.
Era una tarde lluviosa de mayo
y cuando abrí la puerta,
para recibirla de urgencia,
traía la blusa desabotonada
y unas zapatillas de meter
color negro
empapadas por la lluvia.

Tiernamente la desvestí
como quien pela una mandarina
con las manos más lentas, precisas y sabias
al filo de una tarde melancólica y empañada.
Ella se apretó a mi cuerpo
y me susurró al oído una frase de Anais Nin
que rápidamente entendí con anhelo.
Ella no buscaba amor en ese momento.
Lo que quería era sexo intenso y olvido.

¡Mentira! No nos olvidamos.
Nos vimos muchas veces a través de los años
repitiendo el ritual de Nabokov y su Lolita en minifalda.

Tiempo después,
nos fuimos enamorando en la distancia,
como dos seres inútiles que siguieron el rumbo de la vida.


Les cuento todo esto
porque alguna vez fui un gran poeta
y los grandes poetas tienen grandes historias como esta.


Alguna vez encontré una foto suya en las redes sociales,
se veía perdida y solitaria pero contenta.
Tenía un anillo en el dedo
y fingía una risa al lado de un tipo culto.
No quise prometerle nada
y la saludé con ternura,
a lo que ella respondió
enviándome una foto
de sus pezones rosados.
"Quisiera sentirte dentro", me dijo.
No supe que responder y añadió: "Me gustaría que fueras vos el tipo".
"Yo también, pero la vida nos jugó una distancia", respondí con leve tristeza.

¡Mentira! El cobarde es uno que presume y asume cosas, pensé,
y me dilapidé una larga noche
haciendo lista de los fracasos desiguales y las frustraciones tontas que nos habitan.


Alguna vez escribí de prisa
todo lo que quise y soñé,
así como cuando fui un gran poeta.

Hoy cae la lluvia
y siento una congoja liviana,
no un pesar, no una tragedia.

Escucho Sigur Rós o Arcade Fire en piano
y pienso que alguna vez nos encontraremos de nuevo.
Ojalá sea en el Caribe o en un sueño, sí, de esos que lo reparan todo como una sopa tibia.