Este poema,
se lo escribí a mi madre el día en que nací, a ésa hora que sólo ella conoce...
El río murmuraba piedras insolentes, la mañana fue hermosa.
Vos me esperabas, yo te vi,
aún siento esa sintonía, esa maña, la mañana sigue siendo hermosa.
Un difunto vapuleado por la historia cayó arrodillado, ante tus pies,
la vehemencia que en sus ojos habitaba,
fue el presagio del tsunami triste de nuestros desencuentros.
No soy hijo de las balas de esta patria, no soy bala,
tampoco el estruendo mordaz que se avecina cuando hay un silencio
y una retórica de ademanes vacuos en lo profundo de la selva teórica.
No soy hijo de la zozobra que especula fronteras que no existen,
no soy cualquier cosa, soy tu hijo, el que palpita cuando sufre el cosmos.
(El señor de la otra sala se acercó para cargarme,
mis brazos y sus brazos temblaron de impaciencia, yo soy ruido,
ruido melódico que contiene selva, mar, profundidades etéreas,
estalactitas transformers de histórica e inhabitual procedencia.)
Vos me viste, directo a los ojos,
yo lloré así como lloro cuando veo lejanamente las cosas.
La marea nos hundió en un cotidiano desvelo, vos mi madre, yo tu hijo.
El desmadre lo hago cuando en el fondo no te siento cerca,
la brisa es torpe, miserable, cruel rendija insoportable.
El río trajo lava hirviendo, yo soy una especie de erupción
lanzando hiperactivas llamaradas al vacío de lo imposible, soy difícil.
Te llevo como un trampolín inmenso,
las nubes de Baudelaire no son nada comparadas con tu risa.
Esta tremenda felicidad incauta es ahora un Zen, un homenaje,
una maravillada provocación al infinito de nuestros humildes ritos.
Lo demás vendrá con el tiempo, por añadidura, dirán muchos, quizás.
Pero yo sé que vendrá,
porque está desde hace tiempo, queriendo ser parte,
de esta eminencia en avalúo, de esta eminencia de incontenible respeto.