A la sacudida de Febrero, a Huidobro
Este terremoto que es la vida, esta plantilla; esta pantalla de plasma en blanco y negro, este negrísimo silencio. Este magnífico recuerdo privado de candor. Esta amalgama del exceso, está inocencia enajenada, esta perdida sábana; perdida en la elegancia de lo accidental. Me quedo estacionado en tu relicario pecho, procedo a interceptar tu llanto, me abrigo con tu sangre hasta cubrirme de dolor. Me dices “dame baby, la noche es lenta... llená mis frías manos con tu aroma último, quedáte aquí conmigo, te lo pido por favor”. Te veo allí abatida, oculta bajo los escombros; te preparo una infusión de Tilo, te leo un poema de Pavese, te abrazo las ideas y te voy dejando quieta hasta que el tibio y sosegado amuleto de lo horizontal nos resguarde en un rincón. Te quedas pávida, me quedo detenido entre tu aliento; parecemos dos bestias descorazonadas, dos presas de lo incierto. Pero la paz dura poco, siempre hay un rito de arrebatos y más de algún disparo furioso resuena todo el tiempo en la distancia, una marejada de ruidos nos atraviesa el tiempo; un crucifijo se rompe, un sobresalto. Una oscilación rústica nos desbarata, nos hace añicos. Nos cercena el sueño. Quedamos cómo dos muertos sobre el ataúd impreciso de las horas sísmicas. Dos asesinados, envenenados por la ineludible fuerza. Dos asesinados. Dos. “Vos queréme, llená mi noche con tu noche”, me dices.
Yo procuro, en todo caso, salvarte de este arrebato de días y días y balas y cañones en la boca del lobo peludo; peluda la vida. “Mi vida te doy”, insisto.
Y entre esta sensación de remembranza, este aludido cielo en llamas, esta manera de llorar orgasmos en los silencios del olvido; entre este sexo abierto por las pinzas de un temblor de cielo, te voy dando poquito a poco "un poco", mi cielo terremoto. Y en este infierno calientito por los besos que me dan tus versos, me voy quedando inquieto. Y sólo me queda una última destreza, una última insólita proeza: este escribir con ciegas catapultas en la punta de los dedos. En la punta del recuerdo. Hasta volver en sueños, a los leños, que incendiaron las palabras vagabundas al amanecer.
Este terremoto que es la vida, esta plantilla; esta pantalla de plasma en blanco y negro, este negrísimo silencio. Este magnífico recuerdo privado de candor. Esta amalgama del exceso, está inocencia enajenada, esta perdida sábana; perdida en la elegancia de lo accidental. Me quedo estacionado en tu relicario pecho, procedo a interceptar tu llanto, me abrigo con tu sangre hasta cubrirme de dolor. Me dices “dame baby, la noche es lenta... llená mis frías manos con tu aroma último, quedáte aquí conmigo, te lo pido por favor”. Te veo allí abatida, oculta bajo los escombros; te preparo una infusión de Tilo, te leo un poema de Pavese, te abrazo las ideas y te voy dejando quieta hasta que el tibio y sosegado amuleto de lo horizontal nos resguarde en un rincón. Te quedas pávida, me quedo detenido entre tu aliento; parecemos dos bestias descorazonadas, dos presas de lo incierto. Pero la paz dura poco, siempre hay un rito de arrebatos y más de algún disparo furioso resuena todo el tiempo en la distancia, una marejada de ruidos nos atraviesa el tiempo; un crucifijo se rompe, un sobresalto. Una oscilación rústica nos desbarata, nos hace añicos. Nos cercena el sueño. Quedamos cómo dos muertos sobre el ataúd impreciso de las horas sísmicas. Dos asesinados, envenenados por la ineludible fuerza. Dos asesinados. Dos. “Vos queréme, llená mi noche con tu noche”, me dices.
Yo procuro, en todo caso, salvarte de este arrebato de días y días y balas y cañones en la boca del lobo peludo; peluda la vida. “Mi vida te doy”, insisto.
Y entre esta sensación de remembranza, este aludido cielo en llamas, esta manera de llorar orgasmos en los silencios del olvido; entre este sexo abierto por las pinzas de un temblor de cielo, te voy dando poquito a poco "un poco", mi cielo terremoto. Y en este infierno calientito por los besos que me dan tus versos, me voy quedando inquieto. Y sólo me queda una última destreza, una última insólita proeza: este escribir con ciegas catapultas en la punta de los dedos. En la punta del recuerdo. Hasta volver en sueños, a los leños, que incendiaron las palabras vagabundas al amanecer.