sábado, 24 de septiembre de 2005

Mesita para dos

Encendió el cigarro dejándose llevar entre una alborotada rabia y una triste y cruel indiferencia. Así, poco a poco se fue hundiendo en la sillita de la mesita para dos. Luego de un par de caladas al faso y un trago respectivo de la cebadita, que pasó tal cual amarga y cómplice por la garganta; cruzó la pierna izquierda, se rascó la sien y volteó a ver hacia la barra que estaba iluminada por unas pequeñas luces tenues, tenues, tenues. La música, repicaba lentamente y el silencio era ahora un augurio calmo, un presagio a secas, una sorpresa inmediata. De pronto, alguien se acercó. Una melena rota, un mentón soez, dos melódicos tacones color turbo piel. Una triste sonrisa, dos caramelos ojos, un pulóver casi llegando a gris. Una extrañísima pero ligera forma de andar; espléndido vaivén.

–¿Puedo? –le dijo ella, sosteniendo con una mano delgadísima el sombrero café nicotina que él había colocado sobre la mesita para dos.
–Por supuesto que no –le respondió él mientras apagaba el faso y le sonreía cómplicemente. Luego ella, se colocó el sombrero sobre la melena dejando ver una leve sonrisa; dejando ver una leve mirada tristísima color fiesta. Dejando ver, inmediatamente, como se le iluminaban los ojos al sonreír levemente.


–Te reto –dijo ella– ¿Cómo me veo?
–Te ves cual fiel cometa en órbita –respondió él
–Nada mal, pero... ¿Cómo me veo? –insistió ella
–Te ves como una multa explícita de tránsito –respondió él abruptamente mientras jugaba con gestos y muecas al Oficial
–Vas mejor, pero ¿Cómo realmente me veo? –reincidió mientras se arreglaba el sombrero y le robaba un trago de la cebadita a él. Inquisidora luego, ella colocó sus delgadísimas manos sobre el rostro y volvió a preguntar. Así, una pausa les entrelazó las miradas. Una pausa liviana, oscura, intrépida.
–Triste –respondió él– Te ves tan triste que hasta el sombrero podría llorar.


Ella suspiró, sonrío y claramente dejó ver como algo de su triste nostalgia se esfumaba silente por debajo de sus labios. Volvió a sonreír, ésta vez impávidamente y pidiéndole al mesero un Scotch.


–¿Quién sos? –le preguntó ella
–Soy quien esta noche te hará feliz –respondió él. Ella sonrió. Luego él dejó escapar algo de tristeza hasta disiparla encendiendo otro cigarro y así, continuó. –Soy quien esperará tu sonrisa para fielmente sonreír. También soy, quien dejará de llorar al verte improvisar o andar o hablar. Soy eso, no quiero ser más.
–Gracias, –dijo ella– pero ¿Cómo lo harás? –insistió
–No sé, aún no lo sé. Pero no te bajaré el cielo hasta acá, eso no. Solamente te daré mis manos, para que lo puedas palpar. Solamente te regalaré mis manos para poderte palpar. Digamos, como un humor intercambio.
–Ah ¿Sí?, ¿Y después qué? –inquirió ella
–¿Después?... Ahora es el después –respondió él mientras juntaban sus días, sus noches, sus tristezas. Brindaron por la noche compartida, por los sombreritos. Brindaron por los cigarros compartidos, por las multas de tránsito y hasta por los imprevistos.

Aún se les ve en los bares, en las mesitas para dos, juntando felizmente sus tristezas y brindando incondicionalmente entre la noche con una cebadita y un Scotch. Los después, se han convertido en sus ahoras. Y aún, ella se lleva el sombrerito sobre la melena rota y deja que él la convierta en su cielo, en su mundo, en su fulgor. Ella ya no usa grises pulóvers. Él ya no se hunde en las sillitas de las mesitas para dos.