miércoles, 22 de junio de 2005

De negocios, de almas

–¿Le entramos al negocito?
–Sí, supongo. La tierra se ve fértil y habrá suficiente tiempo para la cosecha de almas. ¿Usté qué cree compadre?– le pregunté inmediatamente.
–No se preocupe compa, todo saldrá bien– me respondió tranquilamente mientras levantaba la piocha con sus indias manos, haciendo el mínimo esfuerzo.
–Entonces empecemos con el cultivo, luego proseguimos con el expediente y por último, no se le olvide –le dije atenuando la voz– de dejarme su almita allá, a la par de los sacos de maíz; no vaya a ser que se le madure de tanto estar dentro del cuerpo–. Reí, supersticiosamente.

Él me devolvió la risa, disgustado. No había entendido la broma, supongo; mientras dejaba la piocha a un lado y empezaba a sacarse el alma de la funda del machete que llevaba su nombre grabado sobre la finísima hoja de acero. La funda, tenía espejitos incrustados en el cuero negro y a su vez pequeñas calaveritas bordadas con hilo blanco de fina sedalina. Yo vislumbré el brillo de la hoja del machete y por último, cómo los campos empezaban a tornarse pálidos por el viento noreste de la tarde. No dije nada, excepto pensé para mí mismo que éstos de por acá piensan que uno no tiene alma, y que uno por ser de la capital los chinga a todos por igual, como si tal cosa fuera cierta. Entonces, saqué mi alma de la cajetilla de cigarros, le ofrecí uno y le dije para sentenciar el heroico acto del negocio que nomás empezaba:

–¿Sabe qué?, olvidemos por un momento esto de las almas y juguémonos una partidita de conquián para ver quien entierra un alma primero. Luego, si quiere, nos echamos un trago de Indita.
–Como usté quiera, compadre– me respondió mientras aceptaba el cigarro y yo empezaba a barajar las cartas en silencio, observando la neblina acercarse lentamente.

La tarde, aún caliente a esa altura de los Cuchumatanes era de un insolente fervor insaciable. El viento, continuaba soplando del noreste. Las piochas yacían junto al matorral, la adrenalina del negocio empezaba a gestarse. Los dos nos vimos las caras, directo a los ojos. Mi nerviosismo de piel ladina se mezclaba ahora con su nerviosismo de piel india, se agasajaban en silencio. Se asomaba en ambas diestras miradas la vehemencia de un ambicioso y fructífero progreso para ambas partes del negocio. Entonces bajé mi trío de Reyes, le pagué con un As de espadas. Me mostró su diente de oro.