lunes, 7 de agosto de 2017

HOUELLEBECQ perdido en lisérgicos


Hay canciones
que uno prefiere
evitar en una fiesta.

Uno ya está viejo,
y corresponde a estímulos,
no todos son bien recibidos.

Uno ha vivido cientos-ciertos
desaciertos que se desvanecen
no con música, claro, de David Bowie o Bob Marley.

Uno va al supermercado, por ejemplo,
y pide media libra de pollo
sin pensar en el hambre denso de mañana en la mañana.

Uno solo pide,
pide cosas y tonaditas que nadie celebra o entiende.
Uno es como un Houellebecq perdido en lisérgicos.


Bien. Mal. No importa.
Uno llega al supermercado
y compra dos botellas de ginebra destiladas en República Checa.

No importa de dónde sean,
la verdad es que uno quiere estar en su momento.
Bien puede ser una fiesta de electro escandinavo o house ruso.

No importa.
Todo va y nada importa.
Lo que importa es el fuero con el que se rijan honestamente los excesos.


Pero hay canciones, sí,
que uno prefiere evitar en una fiesta.
No digamos esas que te avalanchan contra el muro de los lamentos.

O esas que te cohiben
frente a la falda chiquitita de la chica que te gusta.
Por eso es mejor hilvanar sonatas y rocanroles bemoles.

Uno se va haciendo de canciones y rituales propios
con el pasar de los turbomofles y toditas las megalomanías.
Uno debe invocar guerra y paz, como Tolstói, en su epicentro.

O meterse doble dosis de efedrina
para contrarrestar los sobresaltos de vivir
en un país en el que te desintegran por nada y por todo.


Así que si la noche está potente.

Ve a casa o al baño, y dosifícate una dosis extra de tu Spotify.
Eso es mejor que sentir los espejismos mal sonoros acechándote a solas.
O a medio agarrón, de esos inolvidables, con la mujer que verdaderamente te gusta.