jueves, 28 de febrero de 2008

Pasavante para no olvidar, in memoriam

Una era la noche estelar que descendía con el rocío.
La otra era la noche subterránea, que ascendía como un árbol,
que sostenía el misterio de la entrada en la ciudad,
que aglomeraba sus tropas en el centro del puente para derrumbarlo.
(José Lezama Lima)





El que Silvio Rodríguez me haya escrito y dedicado una canción, no significa precisamente que mi canción sea urgente cómo la de Nicaragua; o en todo caso, que parezca un himno antimilitarista donde yo salga de entre las sombras de la Revolución bailando un Son Cubano a lo Sexteto Habanero y con el Trío Matamoros tomados de la mano mientras él abre la puerta que dirije al Infinito Argonáutico, o cosa por el estilo.

Mi canción –aclaro, la que me escribió– es una canción Glam Progressive tipo inglés, género al cual Silvio le tiene infinito respeto y admiración irrefutable; pero por asuntos a los que no quiero ahondar ni entrar en detalles, Silvio decidió huir y aparcarse indefinidamente en una versión más light y más acomodada, cómo lo es la Nueva Trova. Digo esto, sin ofender a los inquebrantables tributarios que obsequian donativos para alimentar con mojito y tostón al Monstruo Mediático de la Isla Patria. Tampoco, por supuesto, para difamar a los verosímiles colaboradores de la suntuosa y polémica Revolución. Pero sí, les proclamo, que mi canción es totalmente bella e incondicional. Y que encima de lo que se pueda decir o desacreditar, es una de las mejores canciones jamás escritas en la Hispanoamérica hablante; según palabras de Alejandro Arriaza, un furtivo músico guatemalteco.


Todo sucedió, aquel día de Pascua o de Primavera en que La Casa de Las Américas otorgó unas becas a escritores, estudiosos, investigadores y artistas en general para estudiar cine en la prominente ciudad de Los Ángeles de la Calcuta. Por más fortuna que desgracia, una de ésas becas me correspondió a mí, por ser un poeta prometedor de versos disidentes y anticademia frustrada –en esos melancólicos tiempos en que una tortilla era alimento del alma–. ¡Anyway!, me condujeron hacia la respetable ciudad, me presentaron a algunos de los más honorables hombres de La Causa, me inscribí en el cursillo de cine, bebí mojitos cómo resfresco de tamarindo o miel de abeja, escribí dos guiones que después se transformaron en un cortometraje digno de la trinchera; pero después de cierto tiempo, esmero y dedicación me aburrí cómo se aburren los náufragos en el agua, entonces volví a la isla. Ya instalado en la isla y con el tolete bien sazonado, me decidí a indagar en la Baja Cuba. Allí conocí a uno que otro esclitol-pato bien jalao, a unos pintores jevosos-comemielda y a unos comecandelas que me llevaron a un lugarcito llamado el Cabrito Carpentier, yendo de La Habana Vieja hacia El Malecón. Allí anduve varias noches gastándome la poca fula que guardaba; y fue justamente en una de ésas noches de bateo, platicando de políticas neoliberales y rodeado de caderas jineteras, arepas bembonas, uno que otro bisne con un chino-canchanchán-cederista; y un calalú estupendo a punto de ebullición cuando conocí a Silvio.

Él, de inmediata manera me mostró su afecto improvisándome una canción al ritmo de Luna de Xelajú, con una introducción de Bob Dylan con King Crimson y despliegues musicales a lo Yes, Frank Zappa e incluso Nick Drake. ¡No cojas lucha, ponte bayusero querido amigo poeta! –me dijo al despedirse y desaparecer entre el silencio del Puerto Viejo–.


Esa noche no dormí, recuerdo. No por el pasmo de haber conocido a Silvio, sino por el atolondramiento de tener a Julissa restregándome su chocha contra mi pinga; y embarillando toda la madrugada hasta el amanecer. ¡Qué buen tronco de Jeva! ¡Qué buena hoja! ¡Qué mujer!