domingo, 25 de septiembre de 2005

Monólogos para domingos sin tristeza

Despierto, te aprieto a mis brazos como en un soliloquio. Te levanto las marcas de soledad que hay en tu piel, tatuajes de urbes monótonas y fiestas sin sentido. Te palpo, como se palpan los enamorados al despertar. Me ves, sonríes, tal cual maleficio de espejos mirándose el uno al otro, sonrío. Y luego, sin dudarlo, empiezas a hacerle el amor a mis mejores adjetivos. Empiezas a desbaratarlos todos; me dejas exhausto de telepatías y con lágrimas mezclándose entre sudores íntimos, olores nuevos, poros aún desconocidos. Mareas de sexo sin amor. Trapecios sin red. Insípidas soledades compartidas.

–Quizás empiece otra novela, otra historia –te digo al oído.
–¡No!, empieza tu novela, empieza tu a hacer historia en tu novela –me dices–. Es justamente lo que necesitas ahora –me sugieres al oído mientras abrazas mis soledades más espesas de la mañana–.


Y así, empiezo a juntar los restos de mi corazón y me dispongo a ordenar mis pasos día a día, minuto tras minuto, recuerdo tras recuerdo. Y me digo: mañana es hoy, pasado mañana es mañana. Y ahora que te pienso y pienso inevitablemente en esta cruel iniciación, digamos, es ya una antigua y pretérita cruel majadería. Me dosificaré lo suficiente, en todo caso, para no pensarte junto a las grietas del día. Continuamente.