lunes, 17 de enero de 2005

IV (Buenos días)

Una mañana abrió los ojos y comprendió que no había hecho nada nuevo, aún, hasta entonces. Decidió cerrarlos de nuevo y despertó quince minutos más tarde.

Esa mañana no cocinó huevos, no tomó café, tampoco leyó el Diario. Compró un desayuno en el camino y condujo el auto hacia el trabajo, no se estacionó donde siempre. Tomó el elevador hasta llegar al piso y vio desde la ventana la ciudad inminente, horizontalidad brumosa en lejanía, extraño confort de acero antisísmico y frágiles tintados cristales -vertical acaso, y de todo lujo-. Pasó frente al frontdesk y saludó cordialmente a la recepcionista. Ella sonrió, ruborizándose. Por la tarde ella quiso irse del trabajo más temprano. Así lo hizo.

Luego él caminó por el pasillo que conduce a la oficina. Parecía simétrico con el decorado del pasillo. Kandinsky estaba mudo, inalterable. Luego llegó a la Sala Principal y allí les dijo buenos días a todos. Le respondieron equitativamente. Al instante se preparó un café y entró a su oficina volteando a ver a Eurídice -su secretaria- que le hablaba de unos informes ya revisados sobre el escritorio, él le guiñó el ojo. Ella sonrió complaciente -y a la vez cómplice-. Llevaba una sensual y elegante minifalda negra. Combinaba bien con el saco. También las medias, los tacones altos, finísimos, y un colgante en el cuello, de plata; con una piedra incrustada, amatista talvez -que él no pudo evitar ver-.

Luego él entró a su oficina completamente y se sentó en la reclinable mientras silbaba una tonadita de Offenbach mezclada con Brahms, pensó en Eurídice. Tenemos que contárselo a alguien, es urgente -se dijo a sí mismo mientras veía los informes con desgana y pensaba en Eurídice, simétrica y sonriente-. Quiso dejarlo todo. Quiso largarse lejos, dejar este infierno con aire acondicionador. Quiso.


(Postmítica / Orfeo & Eurídice)