sábado, 8 de enero de 2005

I (Lucas 20:25)

El reloj de Lucas marca las 20:25 mientras observa con cierta impaciencia la actitud del público que permanece aún sentado en la sala mayor de los tribunales. Es tarde. Lucas no comprende aún por qué tanta demora del Juez en turno. Ni tampoco, por qué tanta indiferencia mostrada por los magistrados o por el juez mismo. El juez, ha entrado en una pequeña sala y no ha aparecido más. Lleva unos 25 minutos dentro, parece que no va a volver. Lucas permanece sentado, sabe de su naufragio en esta corte. Es obvio, su cliente acusa a una multinacional por falacia en contra de su persona e inmediato despido forzoso.

El juicio es contra un tal Cristo, Cristo López creo. Según las palabras que Lucas me había citado por la tarde, Cristo había sido dictaminado de ser un líder hereje dentro del sindicato de la empresa donde había trabajado los últimos años. Una empresa multinacional de vinos y licores, una importadora. Y el juicio trata sobre un robo de mercadería y maquinaria y una malversación de bienes. Este Cristo tenía tiempo atrás de andar defendiendo los derechos y oportunidades de sus compañeros de trabajo. “Es un buen líder”, mencionó uno de sus compañeros horas atrás durante el Juicio. El defendido los había llevado por un buen camino, había logrado un aumento salarial durante el mes de marzo del año antepasado, y hasta logró concretizar un seguro social que permitía a los trabajadores de la empresa más antiguos, optar por un nivel de salud más respetable. Y otro, parcial, para los trabajadores nuevos. También logró que durante las fiestas navideñas, los trabajadores recibieran por parte del Comité Ejecutivo de la Empresa una canasta con productos básicos para cada familia y hasta la celebración de un convivio navideño, entre otras cosas. Había obtenido muchos beneficios para sus colegas de trabajo, tanto así que lo consideraban un amigo y un guía, un hermano y una luz –cómo le llamaban algunos–. Había obtenido concordias, y discordias. Había obtenido amigos, también enemigos. Las amenazas de muerte no tardaron en llegar.
Y fue tan fuerte la impresión que le provocaba al Comité que decidieron despedirlo sin motivo alguno. Luego Cristo presentó una demanda y otras más contra la empresa, pero no tuvo éxito. Y mientras tanto César –quien era su actual jefe en esos momentos– no le dio respuestas concretas de su despido; ni atendió las llamadas, ni se esforzó por pagarle las vacaciones, ni la indemnización correspondiente. Se defendió, hizo preguntas, volvió a preguntar. Nada. E incluso, la última vez que se vieron con César a la cara, éste le dijo ‘altaneramente’ –según palabras de Cristo– que había sido despedido por robo y malversación de bienes, propiedades y otras cosas; “que iba a ser acusado frente a la ley y que estuviera chispudo, porque lo iban a meter preso por ladrón”.
Entonces Cristo acudió a Lucas, su actual abogado, quien decidió defenderlo inmediatamente y me invitó a presenciar el juicio en los Tribunales. Y aquí estoy –en la segunda fila de la sala–, sentado a la par de un tal Mateo que dice ser amigo y seguidor de Cristo. Lo admira, se ve en el rostro.

El juez por fin aparece. Lee unos papeles –simulando estar cansado– con cierta apatía. Se levanta, se dirige hacia los abogados, quienes susurran por unos minutos palabras incompatibles entre ellos. El juez se vuelve a sentar y dice en voz alta, dirigiéndose a Cristo:

–Mire, César ha decidido quitar las acusaciones en su contra; y voy a anular el presente juicio ante la Soberana Moral del Estado y del País... ya no hay nada por hablar aquí. ¿Estamos bien? ¡Ya es tarde, vámonos todos a la casa! ¡Vámonos a dormir con nuestras hembras! ¿Me entiende?

Cristo sonríe. Aún confuso y a la defensiva le grita al juez con cierta irreverencia.
–¡¿Pero y mi dinero qué?! Usted no entiende, ¡¡no me han pagado mi dinerito!! Me deben un montón, ¡esos ricos siempre son así, usté!

El juez rápidamente le contesta, dejando escapar una risa entre los dientes. Cómo probándolo, retándolo ante la Ley.

–Mire, ése ya no es mi problema. Estuvimos aquí cuatro horas hoy, todos están ya cansados. Miré, ¡hasta usted!... ya se le ve cansado, agradezca, se le ve en la cara. Su problema aquí era del robo de la maquinaria y de las cajas de vinos y lo otro –luego de una pausa le continúa diciendo, mientras Cristo hace una mueca en desacuerdo–, …lo del sueldo, arréglenlo entre ustedes o sino presente otra denuncia y nos vemos en otra ocasión y en otro juicio cansado como este. ¿Me entiende?
–¡Sí!, sí le entiendo señor juez –dice frustradamente Cristo–, …pero es usted el que no me entiende. ¿Yo qué hago? Tengo familia y mi dinerito... ¡¿Quién me lo da!?, ¡¿Cuándo!? ¡¿Qué hago para pagar las deudas que tengo, los papeles y el abogado!? ¡¿Acaso usted me va a pagar eso señor juez!? ¡¿Quién me va a pagar eso?! Es un abuso, ¡¡siempre la misma historia, siempre lo mismo!! ¡Es una mierda todo ésto de los ricos!... ¡¡Usté que tiene el poder!!

El juez le contesta rápidamente, un poco molesto e incómodo, irritado; mientras continúa arreglando sus cosas para retirarse de la sala.

–Mire, ese ya no es mi problema, ni del Estado tampoco. Arregle usté sus cosas... mire, ya es tarde, ¡vámonos ya ¿no le parece?! Usted arréglelo mañana, hable con su abogado... –mientras se retira de la sala y desaparece por la puerta trasera del estrado–.
Estas últimas palabras fueron una provocación, pero de alguna u otra forma no hay más que hacer. Todo es claro y Lucas no dice nada, se queda perplejo. Cristo que aún permanece molesto, trata de calmarse golpeando la silla donde estuvo sentado durante el juicio. Luego de varios golpes le dice a Lucas:

–Lo que habría que darle al César es una vergueada; a él y al juez y al Estado. ¡¡Gobierno de mierda!!, ¡leyes malditas! ¡Siempre es lo mismo, ladrones de mierda!! ¡Cabrones!... ¡a la mierda el Estado! Hay que matar a gente como esa Licenciado, ¿me agarra la onda?... es que sólo así entienden –mientras vuelve a golpear la mesa y la silla y Lucas sonríe levemente. Comprende la frustración de Cristo–.

Luego de unos minutos Cristo dirige la mirada al poco público que está por retirarse para salir de la sala–la mayoría amigos de su antiguo trabajo–, y les dice en voz baja mientras enciende su celular y piensa en Marina, su hija:


–¡Muchá, denle al César una vergueada... y a Dios muchá, no le den ni las gracias! ¡ Siempre es lo mismo !


(Postmítica / César & Cristo)