jueves, 22 de marzo de 2007

El Aplauso, o la culpa la tiene la UNESCO (chameleon/my favorite things/uncle junior)

Era el Día Internacional de la Poesía y nos habían invitado a mí y a S., a una lectura musicalizada de poesía contemporánea en el antiquísimo Palacio de las Flores. Íbamos tarde, por eso condujimos hasta el sitio rápidamente. En el camino esquivamos dos o tres Bochos, cuarenta y cinco Toyotas, una carreta con naranja, mango y pepitoria; un camioncito de fletes y hasta una cátedra completa de Asalto sin Sospecha (Volumen 7) dentro de un Metrobus Ruta la USAC.

Al llegar al Centro Histórico dimos dos o tres vueltas por causa del respectivo tráfico (de nerviosismo) y por el embotellamiento (sin botella en mano) causado por el gremio de maestros manifestantes en una de las plazas del Centro Histórico. Finalmente encontramos el estacionamiento asignado y nos estacionamos dentro de él, justamente entre dos Toyotas. Era una bodega con pilastras de acero semi oxidado, tres paredes color clon y una gran sala al final del corredor de automóviles asiáticos en su mayoría y uno o dos europeos quizás. Daba la apariencia de un matadero de reses japonesas, pero con esa semi fineza que el Bratwurst alemán da. En uno de los cuartitos contiguos, había una pequeña ventanilla polarizada con uno de esos rótulos SE QUEDA BAJO SU PROPIO RIESGO Y RESPONSABILIDAD. Entonces procedimos a recoger el ticket de parqueo; no sin antes percibir que tres hombres armados, vestidos de negro camuflaje y con armas de alto calibre debajo de los chalecos antiplomo nos veían de una sospechosa manera. Caminamos sosegadamente por el largo corredor y cuando estábamos a punto de llegar a la puertecilla que da hacia la calle, uno de ellos se acercó a nosotros y sin el mayor titubeo nos dijo sentenciosamente:
–Chatío, los estábamos esperando

Mi amigo, desconcertado y taciturno, se volteó hacía mí con esa mirada que el asombro conoce; y dubitativamente me dijo:

–¿Y qué onda? ¿Son ellos? –mostrándome su rostro de solapado pánico, típico de esa actitud poética que conservamos algunos artistas de las no tan nuevas generaciones.
–No sé –le respondí mientras encendía un faso para despistar (como diría la canción).
–Vengan con nosotros –nos dijo arremetidamente otro de los trogloditas.
–Seguramente hay una equivocación –dijo rehusadamente S., que ya empezaba a ponerse colérico y mostraba ese tic nervioso de un racional introvertido. Luego prosiguió con su prescindible relato, justificándose nerviosamente –Muchá, si somos invitados especiales de un evento cultural por motivo del Día de la Poesía. Creo que aquí hay un error. No será que nos están confundiendo con otros chavos.
–Tranquilo, le dije yo –mientras le ofrecía un cigarrito y me volteaba hacia los guachimanes ofreciéndoles la cajetilla y diciéndoles pacíficamente –Mire, nosotros somos artistas y venimos a hacer nuestro trabajo. Seguramente hay un error, ¿Y ustedes, quiénes son?
–Ah, entonces sí son ustedes los poetas –diciendo esto último con ese tono despectivo y abrumador, desconcertante en todo caso.
–Sí –respondió S. con orgullo mientras le daba una caladita al mentol.
–Pero, y ustedes... –intenté decirle al hombre mientras le extendía la mano para presentarme. Se rehusó. Y súbitamente me dijo:

–No tengo autorización, sólo vengan con nosotros. Todo bien chatío, sígannos por favor –dijo él
–Pero está usted seguro que... –intenté decirle al mismo tiempo que uno de los restantes guachimanes me sujetaba del brazo y me invitaba a caminar con él, incómodamente.


Nos llevaron por un callejón encubierto. Había un carro aparcado y apresuraron el paso. Nos subieron a la Suburban y uno de ellos nos ofreció un fanzine (que después olvidé en el asiento trasero de la Suburban) con información acerca de la lectura, el programa y el itinerario. Intenté leer pero los nervios me consumían, quería verificar hacía donde nos conducían ya entrada la noche. Nos detuvimos frente a una estación de Policía. Uno de los hombres, el copiloto, abrió la ventanilla y le dijo a un Agente: aquí van.
S. permanecía inmutado, nervioso, tambaleante. Me observó por un momento y me dijo al oído: ¿qué hacemos? ¿qué putas es esto?, no respondí nada. No tenía la más mínima idea de lo que estaba sucediendo. Los nervios, supongo. Pero algo de gato tenía el día y yo quería morir dignamente curioso.
En fin, Luego de conducir por dos o tres minutos, cruzamos la línea del tren y llegamos a inmediaciones del Barrio Gerona. En el momento que recordaba que por Barrio Gerona se encuentra el antiguo edifico de la Dirección de Investigación Criminal (Dinc), el chofer redujo la velocidad y le dijo al copiloto:
–Vos, bajate a ver si está el Oficial González

Era una especie de portón negro de bodega, no recuerdo muy bien los números. El copiloto bajó y rápidamente nos abrieron de un portonazo la puerta. Nos estacionamos junto a un Pickup Toyota de esos destartalados de la Policía Nacional. Nos bajaron y pudimos escuchar el eco de nuestros pasos rebotando en las viejas paredes de la estructura. Era claro que un harto silencio habitaba la bodega, una premonición de olvido recurrente, un infame acierto. Vi dos o tres patrullas más, estacionadas cerca de la Suburban. Vi dos Mercedes estacionados con sus guachimanes respectivos, una camioneta BMW y una Volvo, creo. Volteé a ver a S. y él volvió a hacerme un gesto interrogatorio. Era obvio que yo no tenía la menor idea. Y otra vez, no pude decirle nada.


Aparecieron dos hombres a recibirnos, vestidos con traje de lujo y corbata. Nos saludaron cordialmente y luego procedimos a entrar por una puerta que conducía a un salón oscuro. Lo cruzamos y finalmente llegamos a una especie de laboratorio farmacéutico. Habían dos puertas, una al fondo y otra a la derecha. Nos ofrecieron whisky añejo, embutidos finos y hasta coca boliviana. Se escuchaba el sonido de un violonchelo y un piano al fondo del cuarto. Los dos agentes nos custodiaban y permanecían callados. Pasados unos diez minutos se abrió la última puerta y apareció un hombre bajito, vestido de frac, que nos dijo:

–Señores, ¿todo listo? –mientras nos daba dos micrófonos, uno a S. y otro a mí respectivamente.
–¡¿Listos para qué?! –pregunté yo inquisitivamente con el cigarro en la mano y el puño listo en la otra.
–Para la lectura de poesía, por supuesto. El señor Ministro y todos sus invitados los están esperando. El concierto de chelo y piano está por terminar.
–Bueno, pero... –intentó decir S. al momento que nos dirigimos hacia la última puerta y empezamos a descender hacia un sótano tapizado con alfombra carmesí y tenues luces colocadas minuciosamente en las paredes de madera. Ni siquiera el Teatro Nacional tiene tanta elegancia, pensé.


Finalmente se escuchó una intimidante marea de aplausos al terminar el concierto. Unas cuarenta o cincuenta personas, quizás. Salimos al escenario y solamente pudimos observar varias mesas con su lamparita respectiva, botellas de champagne, vino en vastedad y cero murmullos. Había al fondo una insignia, sobre un pedestal. Se podía ver por el reflejo, era una especie de Escudo de Armas y los pocos rostros que se vislumbraban en la oscuridad, llevaban pasamontañas y permanecían silentes; respetuosos ante nuestra llegada al escenario. Ya todo en orden, empezó S. con la lectura de su Manifiesto In Situ publicado hace uno o dos años. Luego proseguí yo con la lectura de varios poemas de amor, desamor y unas decadentes prosas poéticas con sentido de humor nihilista. Entre cada pausa, una torrente marea de aplausos nos deleitaba el ego. Leímos durante treinta o cuarenta minutos sin parar, aproximadamente. Luego al cierre del espectáculo, un estimulante y pronunciado largo aplauso prosiguió hasta que salimos por la puerta donde entramos. Volvimos al cuarto de los embutidos y los whiskys, nos deleitamos allí durante unos 20 minutos. Luego nos llevaron hacia el estacionamiento donde habíamos aparcado dos horas antes y nos entregaron dos sobres con abundante dinero en efectivo. Nos despedimos de los educados guachimanes con un abrazo y nos dirigimos con S. a un viejo bar del Centro Histórico a embriagarnos como de costumbre. Allí conocimos a dos balletistas divinas, compramos vino en botella y bailamos reguetón hasta la madrugada.

Era una noche para celebrar, cómo cualquier otra. Hubo sonrisas, besos y confidencias. Hubo estupefacientes, pláticas intensas y demasiada poesía flotando en el aire. Sobre todo en el aire. En el aire. El aire. Aire.