jueves, 13 de julio de 2006

Escrito Cursi Para un Jueves Perro

Soy aquel que desaparece de tu vida cuando por fin lográs conciliar el sueño cada noche después del tragicómico y cotidiano himno patrio de la alegría. Soy aquel del pulóver gris o negro con la camiseta de diseño que tiene bordado un número diez perfecto en hilos de oro en la espalda y dice 'i'm lo más' en el pecho. Soy el que te dice ‘salud’ ciertas veces que estornudás y prometés no juntarte más con esa gente sin educación ni vida. Vos me llamás insistentemente, cada vez que no te abren la puerta del auto o cada vez que no te ven directo a los ojos mientras contás algo de Monet, Magritte, Rembrandt o Shakira. Yo te respondo haciendo muecas –largas pinceladas– mientras te observo, aquí estoy mía bambina. Miráme bien, insisto, porque yo habito cada color y textura que te gusta. Yo soy aquel que ordena los libros de tu librera por las noches para que vos los desordenés con furia tempestuosa (que tanto me gusta) por las mañanas mientras buscás un tratado para organizaciones gubernamentales o viceversa. Soy el de la gabardina gris o negra, ¿estás recordando?. Soy ése que le da de comer a tus más ilustradas y enciclopédicas ansiedades. Soy ése que camina a tu lado cuando caminás sola viajando por el mundo o rodeada de no sé qué insectos–gentes de esas que usualmente suelen merodearte por momentos. Soy el niño que despierta tus curiosidades en las celebraciones de los hijos de tus amigas. Soy el sabio de los consejos más tristes pero los más certeros y eficaces. Soy el que se detiene horas junto a vos, para ver el mar o entrar en un museo. Soy el que está en la vitrina de los supermercados pidiéndote a gritos que entrés y comprés, la caja de galletas o el acondicionador antis-ponge que tanto te gusta. Soy ése que anda en bares, solitariamente solo, y está sentado en la barra esperando tu abrazo. Soy ése argumento con piel y lunares, soy el espacio vacío en tu almohada y podría refugiarme en tu gris total abogacía o en tu criminal pericia rosa. Luego vos podrías colmarte de palabritas nuevas, y andaríamos por los parques y por las carreteras arqueando no sé qué banderas de sexo y poesía.


Soy ésa tibia imagen que anhelás cada vez que entrás a la ducha. Soy el interruptor que ilumina tus noches más feroces y oscuras. Soy esa sensación de paz cada vez que vas al Spa o a la peluquería. Podrías verme, si quisieras. Sólo tendrías que observar con calma la estrepitosa llegada del invierno para saber que estoy en cada gota que humedece tus más íntimos deseos. Sólo tendrías que ponerte el bikini más cómodo y sensual para lanzarte a la piscina de mi literatura sin pies de página ni manos de epígrafe mortuorio. Sólo tendrías que llenar el formulario de tus sueños inconclusos y allí me encontrarías, cómo un sueño último y casual coincidencia sin lutos ni soledades. Naciente sol. Arrebato nuevo. Necesaria alquimia. Soy el que está en el asiento vacío, en silencio, mientras leés esas columnas periodísticas que no dicen absolutamente nada. Vos sólo bebés café, cafeínica. Yo sólo te observo a vos, matutina.

Sólo tendrías que hacer el inventario de tus días mal vividos para asegurarte completamente, que nunca estuve allí. Ni en las películas de horror, ni en los días sin felpa, ni en las fatales reuniones matrimoniales a las que asistías sola mientras bebías vino, turrón y vodkitas junto a la soledad inmunda de las mesas sin extravagancia compartida. Yo nunca estuve allí, yo habitaba esa otra parte de tu vida, esa desconocida. Esa que paradójicamente vos tanto conocés de tanto dejar moneditas en las fuentes, de tanto hablar mientras tomabas café con tus amigas, de tanto ver películas tontas con final de macadamia y miel de pino, de tanto pedir deseos con estrellitas fugaces o en los pasteles aniversarios, de tanto soplar tantas pestañitas ajenas. Pero vos tranquila; yo siempre estuve en la crucial morada de tus dedos. Yo siempre estuve en cada adiós y en cada despedida. Nunca olvidaré ninguno de tus ‘fieles’ compañeros con los que juraste amor eterno. Yo vagabundeaba mientras ellos hacían de las suyas, con vos o tus amigas. Yo recorría las ciudades más toscas, los bares más inmundos tan sólo para llegar al pensamiento último de todos tus orgamos mientras ellos, trivialmente te decían al oído, ¿estás bien? ¿llegaste?. Vaya vulgaridad. Qué poco originales todos. Vaya democracia de deseos. Vaya duelo. Vos tranquila.


Yo era el que movía las piedras para que no tropezaras de rodilla o de mandíbula en las silentes hendiduras del día a día. Yo era el que encendía el fuego de una conversación para que no te aburrieras viéndole la cara de pendejo, al pendejo, que te veía insistentemente las intermitentes tetas. Yo estuve en cada hombre con quien vos te emocionaste y pediste respeto, comprensión, admiración, alivio. Yo estaba en cada vino tinto pedido, en cada cena seudoromántica, en cada bocadillo. Yo estaba a tu lado mientras leías por horas a esos autores de tu preferencia. Pero también estaba, y rechinando de gloria porque sé que me pensabas, mientras leías a Joyce, Sartre, Miller, Sábato, Duras, Borges o Kundera. Yo estaba en todas esa páginas. Vos sabías en qué callejones y en qué ciudades y en qué grises hostales meterte mientras leías en voz baja (buscándome), susurrando mi nombre en silencio. Vos sabías en qué capítulo encontrarme, vos sabías los atajos y los asteriscos y todos los engaños literarios. Vos conocías desde ya, las sábanas con que mortalmente nos cubriríamos los miedos. Vos conocías esas cosas. Y yo. Y vos. Y el mundo.

Cada vez que probaste un sabor nuevo, pensaste en mí. Sabías que yo te daría esa nueva sensación, ese adjetivo gastronómico, esa andanza musical sin titubeos. Cada vez que escuchaste Chopin o Schubert o Brahms o Wagner, vos recurrías a embutirme entre un sol sostenido y un fa recurrentemente sagrado. Escuchamos tantas sinfonías juntos, que hasta terminaron por gustarme. Cada vez que encendías la laptop, o la radio mientras manejabas a lugares insólitos y cantabas esas canciones tontas; yo daba un largo respiro y encendía a hurtadillas un rojo aún sabiendo que el humo era lo único que más detestabas de mi omnipresencia en tu vida. Yo me escondía detrás de tu oreja y suplicaba, ¿no creés que el jazz está mejor? ¿el calipso funk? ¿el reggae? ¿o incluso el flamenco house, chiquilla?.


Tantas veces estuvimos a punto de cruzarnos la misma calle, la misma tienda de ropa o zapatos, el mismo bar, la misma cocina, la misma trivialidad idiota, el mismo evento. Pero vos necia, encerrada en no verme aún, pretendías ver a otra parte junto al lado de tu eficaz coartada. Algunas noches, mientras hablabas con hombres y te pedían permiso (vaya idiotas) para besarte la boca y otras partes; yo hacía mi aparición silente y luego te picaban las manos, la nariz, la punta de los pelos, el rimel, el ringtone, la menta, el ajo, el recuerdo, el olvido, el vino, el pezón, la pierna, el culo. Vos eras solemnidad para tal cual solemne yo, pero al final estábamos a punto siempre de encontrarnos.

No creás que las calles, los restaurantes, los libros, los dolores, los viajes, las gentes, las caipirinhas, los fondues, las pizzas, las vulgaridades tengan algo que ver con este acertado encuentro. No creás en ese insólito drenaje del destino. No creás en el Pentagrama Sacro de la Numerología. Eso no nos ha unido. Tampoco las nubes, el café, la internet o el ruido. Es mucho más simple el asunto. Es mucho más lógico, pero aún así, más mágico. Yo sabía que allí estabas, siguiéndome los pasos. Vos sabías que allí estaba yo, esperando tu cintura y tu melena. Hurgando en tu nariz, el primero y último de todos los olores.