jueves, 5 de mayo de 2005

Psssss

Con una confianza temible, el brazo de mi madre avanza cautelosamente sobre la mesa del patio sosteniendo un polifacético matamoscas de plástico color azul y blanco –cómo los colores de la patria, pienso–. Y ella, cómo quien está a punto de utilizar su última fuerza para ejercer cierto poder sobre el matamoscas y realizar un acto heroico; lo sostiene. Observa inquisitivamente, se acerca un poco, lo levanta lentamente... y zas!!!
Impacto certero, naturaleza versus naturaleza, selección natural. Evolución constante de las especies, cotidianos kamikaze frente a la inevitable verdad de la causa y consecuencia, óptima proeza humana la de dar muerte. Y mientras, el matamoscas límpido. Brillante –o brillantemente sucio–. Catapulta epidérmica, culto maníaco de obsesivas recurrencias, invento primitivo de primitivos visionarios. Arma feroz de mi madre, respetable cosa.

Y así, instantáneamente, muere la mosca en su intento de huida. Yace sobre el mantel de cuadros grises con negro que me recuerda que la muerte es negra, oscura, callejón insólito. Yace allí, con las patitas a medio calambre diurno viendo al cielo. Revolotea un poco y luego el pálido ultimátum del silencio. Nada la salva y la vida sigue (la humana); al igual que la plática familiar sobre el patio. Las moscas continúan en su descenso hacia los alimentos fielmente ordenados sobre la mesa. Y mi madre, me dice: 'Son sucias... tenés que aprender a matar moscas... es fácil' mientras le propicia otra muerte, otra pérdida, a esta tan terca y estereotipada especie.

Yo aún boquiabierto y con el asombro primero de los dioses últimos, le respondo ante tal sentencia: 'No puedo, siempre me ha costado... soy de los que prefiere ahuyentarlas, no me molestan en serio... y talvez, quizá uso una pizca (entiéndase bien) de insecticida. ¡Pero te admiro, a vos, por tal proeza!'. Luego la plática continúa, al igual que el seudo almuerzo con carne asada y longanizas y cebollines asados. A su vez, que continúa la ferviente insistencia de las moscas por acaparar la atención de mi madre –o de los presentes–; y ella, continúa en su lucha íntima poniendo a prueba todas sus intrépidas hazañas (desde las más diestras y admirables, hasta las más extrañas y ridículas). Pero bueno, cada quien a lo suyo. Igual, hay moscas para rato.

Yo mientras, por ese entonces, permanezco mudo. Ya mis pensamientos se han vuelto más profundos, pero más vagos. Y empiezo a recordar las camaritas del Discovery Channel filmando a moscas en pleno vuelo, o al momento de salir plenamente del huevo en forma de pequeñas larvas o gusanos; y todo me da vueltas por la intensa curiosidad respetable de la ciencia. También recuerdo, que en el programita mencionaban datos curiosos de las moscas, por ejemplo: Un solo pelo de una mosca es capaz de percibir olor, sabor y tacto al mismo tiempo (yo me volvería loco, seguramente); las moscas poseen ojos compuestos y a su vez cada uno es individual uno del otro, y por eso son los ojos más complejos de todos los insectos (para mí, un exceso, ya estaría doblemente loco); también son las causantes de transmitir más o menos 50 enfermedades a los hombres; entre otras cosas.
Pero más curioso, se me hace recordar a aquella mosca que volaba patas arriba, en un cuento de Cortázar; y él por supuesto, en sus innumerables intentos por atraparla. Suelto una risa, mis sobrinos me ven de una extraña manera. Mi tío el loco, han de pensar seguramente, ya va a tener otro de sus momentos como el que tuvo para el cumpleaños de la abuela Blanca (mi madre), cuando me quedé el completo mutismo por el resto del cumpleaños, digo el resto de la tarde. Ellos me ven, no digo nada. Los veo sospechosamente. Y cómo a los niños se les olvidan las preocupaciones rápidamente, no me preocupo tanto.
Entonces continúo pensando en que sí -dos veces-, aunque hace muchos años leí aquella pequeña pero gran obra de Sartre, Las Moscas, que a veces olvido. Y pienso en la libertad de la libertad, en los modelos morales de los actos ajenos y en la forma en que el ser humano se priva bajo preceptos concebidos por el desengaño histórico -más no empírico- o personal de cada individuo, ante la libertad de pasearse por el mundo 'libremente'. Y esto, me lleva al tema del acto de matar en el Budismo; ya que no se debe matar ninguna vida bajo ningún consentimiento en la idea original de tal escuela, ya que las consecuencias son extremadamente graves y de alguna forma el mal vuelve hacia nosotros (karma). Y sí se hace algo malo a otra persona o ser vivo, por alguna circunstancia lógica o consciente, tenemos el deber de pagarle de vuelta la Virtud como compensación. Entonces, creo, hay un sentido de libertad tremendo en actuar pero, ¿No es privarse de libertad el no matar un mosquito, un zancudo, una mosca si de forma considerable nos está haciendo daño? Y, si en todo caso, en el budismo no está permitido matar negligentemente, ¿también debemos vivir cautelosamente cada paso de nuestra vida, cuidando no matar a los miles de seres microscópicos que nos rodean? No, en definitiva, sería absurdo; ya que la muerte intencional es distinta pero también nos priva de libertad el hecho de obviar esa libertad de darle muerte intencionalmente, racionalmente, conscientemente.
Y de allí, pienso en Sakyamuni y la tina y los gusanos. Y entonces vuelvo, a pensar en las larvas. En las eternas larvas que siguen convirtiéndose en moscas, y no dejan que mi madre descanse mientras continúa matándolas y deleitándose de placer por el simple hecho de tener la libertad de hacerlo. Acto digno de libertad el de ella, pienso. Pero libertad en exceso también está mal, y eso es uno de los problemas primeros de las sociedades actuales. Pero mientras pienso esto, me voy directo al despacho del tal Bush y lo veo predicando como tal real pendejo: 'Hay que luchar por nuestros ideales, y hay que condenar a todo el que no esté de acuerdo con ellos o con nuestra doctrina'. No más: Oigalo al mister, hijueputa, pienso en alto. Y cómo el pensamiento es un arma irremediable y un viaje constante, continúo reflexionando sucesivamente. Así de fácil.

Y mientras continúo en constante reflexión, me voy sumiendo en un pensamiento tras otro sin realmente importarme la condición mía con respecto al patio donde se está celebrando el seudo almuerzo. Me he ido hundiendo en la silla y cuando por fin quiero encender un cigarrillo, empiezo a buscar en el bolsillo del jacket la cajetilla de Payasos pero nada, absolutamente nada. Y es cuando descubro que el jacket donde estoy buscando los cigarros no es el mío. Entonces pienso, los cigarros míos están en el bolsillo izquierdo del jacket que seguramente habré dejado dentro de la casa. Iré a buscarlo –me digo–, y decido pararme.

Estiro las patas sobre el suelo, ya que pasé mucho tiempo sentado y hasta me duele el abdomen. Estas sillas tan incómodas –pienso–; y con una de las patas me rasco el abdomen mientras vuelvo a estirarme con las otras patas bien adheridas al piso pegajoso del patio. Alguno de mis sobrinitos botó la CocaCola mientras jugaban a las escondidas bajo la mesa, me reitero. Luego observo que mi jacket está en el otro extremo de la mesa y decido estirar bien las alas para apresurarme; antes que mi madre me vea llegar hasta donde están los cigarros. Levanto el peso de mi cuerpo con las alas, las muevo rápidamente. Tomo el impulso, vuelo hacía allá. Llego. El descenso no es nada complicado, y con una de las patas busco la cajetilla y saco un cigarro, lo enciendo. Qué placer fumar, qué placer tener la libertad de fumar, pienso. Luego me rasco con una de las patas sobre los minúsculos pelos que llevo en el tórax, me siento libre. Con mis múltiples ojos logro diferenciar la intensidad de la luz del patio, y descubro; que está atardeciendo. Quisiera tomarme una cerveza, pero no hay ninguna. Entonces busco qué hay de tomar en la mesa y descubro que el mantel sobre la mesa está -digamos-, caliente. Pero conserva un sabor delicioso a carne asada, ron y suavizante para ropa Suave mientras lucho por diferenciar el olor preciso que tiene. ¿Será tabaco quemado, la 212 de mi padre, carbón consumido; será Fanta Naranja, limón, será el jabón de manos o las rosas que están sobre la mesa?... mientras me agita el viento producido por la fuerza del incomparable brazo de mi madre sosteniendo el matamoscas. Luego zas!!!

Un impacto certero sobre mi abdomen, caigo. Empieza a nublarse mí alrededor y revoloteo un poco sobre la mesa. Pienso en la libertad y en menos de diez segundos, descubro el suelo por la mano de uno de mis sobrinitos que me lanza desde la mesa hacia abajo. Hacia el cementerio de moscas, el eterno suelo. El inevitable suelo, vaya libertad.


Mi cigarro, mudo, arriba. Consumiéndose sobre el cenicero a la par de los vasos plásticos color azul y blanco –cómo los colores de la patria–, supongo.