viernes, 13 de mayo de 2005

Funes el silencioso

Ya entrada la noche por la quinta de Los Laureles; en la pequeña habitación del fondo, a oscuras, charlábamos con Irineo Funes acerca de fútbol, longanizas y otras barbaries argentinas –cómo el insólito caso del hombre que murió en el baño de un restaurante rosarino; sentado en la taza, con los pantalones bajos y con la mano derecha sosteniéndose el flácido miembro que exponía claramente una eyaculación exagerada sobre la taza del inodoro y sobre ciertas partes de la hebilla del cincho, así como en el pantalón de poliéster y en el piso cerámico del sanitario; se desconocen las causas de tal suceso, dijeron las autoridades en curso; la prensa sin embargo dijo, que fue una muerte causada por alta presión cardiovascular o infarto a secas–.

Funes, con la memoria límpida y nítida me dijo (no sin antes mencionar que hubo un caso similar en Waterford, Irlanda, allá por el año 1874; y que se repitió el mismo caso en Chelmsford, al Noreste de Londres diecisiete años después, un 12 de Junio a las 5:35 de la tarde de un día Jueves –pero no justamente en un restaurante, sino en el baño de un lujosísimo hotel del centro de la ciudad donde fue encontrado un hombre de mediana edad en las mismas condiciones pero esta vez hincado y no sentado en el sanitario, siempre sosteniéndose el flácido miembro–), mientras encendía otro cigarro: que en tales situaciones era preciso colocar en la lápida del muerto la situación en la que había fallecido con letras doradas, dignamente llamativas; y que eso significaba usando el apropiado sentido de retórica, que ahora descansaba el muerto con menos preocupaciones y con menos cagadas frustradas en vida, reposando cómo se debe, después de una amena comida y con suficiente virilidad para morir por exceso de la misma.


Yo, mientras tanto, escuchaba cómo Funes hablaba con una sospecha de que lo que está hablando no podrá olvidársele nunca, así como recuerda incesantemente todo lo qué dijo a qué horas, en dónde y a quién, en qué situaciones. Y eso, me parece atemorizante, peligroso para los que escasamente recordamos intrépidos sucesos en el transcurso de nuestras vidas. Pero en sus palabras verídicas, reales, pero torpemente caladas por la interminable y longeva dureza del tiempo; no caben más palabras, ni una sola sílaba, ni un solo fonema para demostrar que lo que a mí me está contando en ese instante será imposible que lo borre de su memoria durante su vida, dentro de los pasajes de la historia y el tiempo.
Así, fue anocheciendo más y más hasta volverse todo oscuro, torbellino de negros espasmos y negruras invocaciones en lo inevitable del día a día. Funes siguió hablando, contándome historias de Griegos, Latinos y Macedonios mientras fumaba sentado sobre la cama, en el rincón opuesto del oscuro habitáculo. Luego prosiguió con las guerras turcas y bárbaras, y posteriormente tuvimos una discusión efímera acerca de cuánto realmente era capaz el ser humano de recordar en seguida, tras un minuto de pensamientos. Me dijo; mientras seguía fumando a oscuras, que había un momento en la noche en la cual no podía recostarse de espaldas en el catre para dormir ya que le era inútil efectuar tal cual proeza, y eso le propiciaba un dolor nefasto y perdurable, y el cansancio lo volvía cada vez más insoportable a sí mismo; y sin embargo, se deleitaba contándome y contándome acerca de sus rigurosos pasatiempos mientras intentaba dormirse por las noches, recordando uno a uno los objetos que había visto durante el día. Las cosas que había tocado, qué olores había percibido mientras había estado manejando el tractor entre las hortalizas durante la tarde. Así pasó la noche, entró abrupta y bajo del cielo a la tierra mientras nosotros; continuábamos hablando.


Después de diez cigarros, cuatro cervezas y un asado de bife; Funes y yo continuamos conversando acerca de las diferentes marcas de tractores y autos que había visto en su vida; acerca de la diversidad de los senos femeninos, las vestimentas para esgrima y los colores que se han utilizado en las túnicas sagradas a lo largo de la historia; al igual que las diferentes banderas que han tenido ciertos países; todo eso, con lujo de detalles. Terminamos, hablando de razas de gatos y por último, acerca del sentido místico que le han otorgado algunos poetas clásicos al silencio. Hubo una pausa, Funes no dijo nada; me sentí miserable y preferí callar el comentario que iba a hacer acerca de su respectivo silencio. Pensé, algo está pasando por su mente ahora, algún recuerdo guardado explícitamente en su memoria inmediata, ancestral, milenaria.

Funes permaneció mudo. Empecé a sentirme nervioso. Sentí que había tocado un punto delicado en la plática y le di un largo sorbo a la cerveza. Después de un minuto aproximadamente entre lo oscuro de la habitación y el oscurísimo peso que conlleva el silencio; escuché el ronquido de Funes del otro lado del cuarto. No podía creerlo, me pareció inaudito: Funes que recordaba cada uno de sus días y a quien le provocaba un esmero profundo el intentar dormir, se había quedado dormido. Cada vez los ronquidos se hicieron más fuertes, y a Funes –pensaba yo, entre risas–, se le había olvidado quedarse despierto. Después de un rato empecé a percibir un olor a tabaco quemado y a tela quemándose. Me pareció extraño. Pero en efecto, algo se estaba quemando y percibí a lo lejos entre la oscuridad de la habitación una ya crecida llama color naranja intenso que brotaba con todo su fulgor entre toda la oscuridad del cuarto. La llama, provenía del catre donde descansaba profundamente Funes. También –pensé inmediatamente–, se le ha olvidado apagar el cigarro que estaba fumándose y ahora se empiezan a consumir las hojas y los libros que Funes tiene sobre el catre. Intenté pararme, pero recordé que debajo de la repisa de la pared de en frente Funes guarda seis galones de gasolina que frecuentemente usa para el tractorcito con el cual anda de un lado a otro por la huerta; y que los guarda allí dentro, porque no confía en nadie y sospecha de ladrones en la quinta de Los Laureles, talvez paranoia –pensé–. Entonces decidí alejar los galones del fuego y mientras me volvía hacia donde estaban, observé como súbitamente la llama empezaba a propagarse por la cama. En ese instante mi decisión fue, talvez errónea, pero hay momentos de nerviosismo en los que uno no coordina bien y actúa torpemente. Me decidí por los galones.

Mientras Funes, aún dormido, yo me percataba de gritarle lo suficientemente fuerte para que me escuchase pues me parecía insólito que no despertase por el calor del fuego y empecé a gritarle para que despertase mientras movía uno a uno los galones de gasolina. Saqué el primero fuera del cuarto, lo coloqué lejos de la puerta de entrada. Funes aún no despertaba y yo insistente y nervioso, continuaba gritándole mientras intentaba sacar agua del pozo que está frente al cuarto, era muy poca agua para las llamas, dejé de lanzar el agua. Mis intentos fueron en vano, me dediqué a los galones y saqué el segundo y el tercer galón pero cuando quise sacar el cuarto ya las llamas llegaban a la puerta. En ese mismo instante escuché a Funes, gritándome que qué demonios había pasado y que lo ayudara a salir del cuarto porque el humo era de un incesante ardor en la garganta y en las fosas nasales. Intenté ayudar a Funes, él consiguió tirar de uno de los muebles que ardían ahora en llamas y en ese instante empezaron a aparecer personas de la huerta conmovidas por el fuego y todos tratábamos de ayudar a Funes para que saliese ileso de la habitación lo más antes posible antes de que ardieran completamente los cuartos de madera contiguos al cuarto de Funes. Porque sí ardían, estaría todo consumado.

Apagar el fuego fue en vano, pero logramos sacar a Funes inconsciente de la habitación, ya que justo antes de que sacarlo se produjo la estrepitosa primera explosión dentro del cuarto, ocasionada por los irreductibles galones de gasolina que aún permanecían dentro. Funes cayó al suelo, frente a la puerta, y fue allí cuando lo salvamos de las llamas y de las explosiones.


Todo fue llamas, humo y llanto. Y recuerdo a Funes, inconsciente y silencioso, tirado en el suelo a 30 metros del infierno donde lo dejamos reposando mientras traían el camión para llevarlo al Sanatorio. Trajeron el camión, subimos a Funes.
El incendió, quemó dos sextas partes de la quinta de Los Laureles, los daños fueron irreparables. A mí me llevaron al Sanatorio Rosales con quemaduras de segundo y primer grado, ubicado a dos kilómetros de la hacienda.
Recuerdo el trayecto, el ardor en la piel; y la luna cayendo en lo bajo del horizonte, justo delante del arduo infierno, parecía quemarse por las llamas de la hacienda.

El tractorcito, ahora lo usa Fabricio; quien es el fiel encargado de las cosechas en verano; mientras que Funes –que no recuerda nada de lo sucedido–, se pasea por los corredores del patio con un libro de cuentos contemporáneos en la mano.
Dejó el cigarro, al igual que la bebida. Padece de un mutismo insolente, perpetuo. Los médicos no pudieron hacer nada para salvarle las cuerdas vocales por las quemaduras. Padece de congestión pulmonar –han dicho ellos–, los humos del infierno y los humos del tabaco están tapando lentamente sus pulmones.


En Los Laureles recuerdan los sucesos, y para recordarlo se celebra una misa en la pequeña Iglesia La Divina Concepción cada 12 de Febrero. Llega gente del pueblo y de 10 kilómetros a la redonda. Ese día, no se permite encender ninguna veladora. Mis heridas sanaron; pero recuerdo la silenciosa memoria de Funes, quemándose entre las llamas del tiempo.